CAPÍTULO I
La noche se
presenta cerrada y oscura. Sin luna. Se puede apreciar fácilmente el vaho de la
boca de esa persona que camina sola por la calle. Las farolas iluminan la
ciudad con empeño. La mayor parte de la ciudad duerme después de un duro día de
trabajo, aunque en los bloques de pisos se dejan ver desde el suelo el
resplandor cambiante de algunas televisiones encendidas a través de las
cortinas. La lluvia ha hecho acto de presencia durante unas tres horas y el
suelo es conquistado por la intensidad del agua.
Un hombre,
de complexión grande, rondando los dos metros de altura, camina por el paseo
central del Vial Norte, dando los últimos pasos que le acercan a casa. Durante
el camino se entretiene mirando las luces que asoman por encima de él y el
escaso tráfico de coches que circula de manera intermitente a gran velocidad,
conducidos probablemente por alguien bebido, piensa. A cada zancada adquiere un
ritmo tranquilo, firme y seguro de sí mismo. Después de unos segundos, sin
saber de dónde ha salido, aparece otro hombre caminando en dirección contraria.
De cabello rubio, menudo. Da pasos nerviosos y apresurados. El varón de
complexión considerada no se siente intimidado por éste y sigue su camino con
naturalidad. La trayectoria de ambos se desarrolla a un paso de distancia en
paralelo. Se acercan. El rubio estudia de arriba abajo al otro. Seguidamente y
de manera instantánea intercambian miradas y se cruzan. Unos segundos más y el
alto mira hacia atrás, buscando al menudo con incertidumbre, sin éxito, no
está. Sorprendido, vuelve la mirada al frente y haciendo ademán de continuar la
marcha se detiene. Mira a su alrededor confuso. -Esto no me gusta-, se dice. Y
al instante, el hombre pequeño se abalanza sobre él con la agilidad y el sigilo
de una pantera hambrienta. Durante el cruce de miradas el pequeño se percató de
que aquel hombre grande y corpulento llevaba de manera disimulada bajo su
chaqueta una pistola reglamentaria. El tiempo se ralentiza; cuando el saco de
músculos quiere darse cuenta se ve encañonado por su propia pistola, que se
dispara frente a su sien izquierda.
Una chica
que se apresuraba por llegar a casa oye el disparo y siguiendo su instinto
analítico se acerca rápidamente al lugar de donde proviene el disparo. No sabe
porqué, pero sabe que tiene que prestar auxilio a alguien aún corriendo
peligro. Cuando llega al lugar, la chica, atónita de lo que ven sus ojos,
empieza a gritar, no con miedo ni con histeria, sino con la preocupación de buscar ayuda y
rápida.
Un coche
patrulla del Cuerpo Nacional de Policía cercano al lugar también han oído el
disparo. Rápidamente dan el aviso a la central reclamando refuerzos, pues no
saben lo que se pueden encontrar. La sirena empieza a sonar y las luces azules
dan vueltas en la calle. Cerca del lugar, los dos agentes de policía empiezan a
ver gente asomada en sus balcones y otra poca que sale a la calle a curiosear.
Unos asustados, otros curiosos, la gente quiere saber qué ha pasado.
Los dos
agentes se bajan apresurados del coche, sacan sus reglamentarias y se acercan a
la chica que observa sentada en la acera, nerviosa y pálida, el cuerpo de aquel
hombre sobre un charco de líquido espeso color carmesí. Una ambulancia y otros
dos coches de policía llegan. Se bajan tres sanitarios de la ambulancia. Mientras
dos de ellos atienden a la chica, el otro comprueba las constantes del cuerpo
que yace en el suelo. Mientras tanto, los sanitarios se marchan con la chica al
hospital y, en ese momento, se ve a lo lejos un coche negro, gama alta, con un
piloto azul a la derecha, en la puerta del conductor.
El conductor
para el motor del coche dejando encendida sólo la luz del piloto azul. Algunas
gotas de agua resbalan hacia abajo por el cristal. El conductor baja del
vehículo decidido, pero sin prisa. Se acerca a uno de los agentes que permanece
fuera del cordón policial.
-Vaya,
inspector García, creía que estaba en Sevilla asistiendo a una conferencia
sobre criminología.
-Así es.
Llegué a las 1:00 y antes de irme a casa me pasé por comisaría para revisar unos
informes. Oí el aviso por radio nada más montarme en el coche y aquí estoy.
-Muy bien,
señor. La policía científica ya está trabajando. Están sacando fotos del
cuerpo, recogiendo muestras de sangre… ya sabe, lo habitual.
-Bien. ¿Qué
sabemos?
-Antonio
Ruíz, 39 años. Recibimos el aviso a las 2:34. Mi compañero y yo éramos la
patrulla más cercana al lugar de los hechos, de hecho nosotros lo oímos algo confusos. Es pronto para afirmarlo pero
parece un suicidio. No hay signos de violencia, orificio de bala en la cabeza,
entrada y salida. Se trata de un vigilante de seguridad. Además hay una testigo
con la que todavía no hemos podido hablar. Ella fue quien lo encontró al oír el
disparo y dio la noticia.
-De acuerdo,
¿Y la testigo?
-Siento no
poder darle información. Cuando llegamos estaba sentada en el suelo, aturdida. Los
servicios médicos se la han llevado para seguir de cerca su evolución. Ha
tenido que sufrir un shock o algo parecido.
-Muy bien. Agente,
quiero un informe completo sobre la mesa de mi despacho mañana por la mañana
sobre lo que ha ocurrido aquí esta noche, ¿de acuerdo? Gracias por todo. Buen
trabajo.
-A sus
órdenes inspector.
-…Am, y
agente… busque a esa chica. Vaya al hospital. Póngale dos escoltas durante las
próximas 48 horas hasta que consigamos hablar con ella. Quiero que al
levantarse lo primero que vea sea su cara. ¿Entendido?
-A sus
órdenes inspector.
El inspector
García, un tipo común con algunos años como inspector del Cuerpo Nacional de
Policía y otros tantos a la espalda como policía de la escala básica, pasando
por oficial y subinspector. Aprobó las oposiciones al Cuerpo con esfuerzo a la
corta edad de 20 años. Honrado, valiente, algo severo si no tiene un buen día y
familiar. Viste a la antigua, gabardina color crudo, larga, apenas deja asomar
los tobillos, algo desaliñado, barba de tres días y el pelo acorde con el resto
de su indumentaria, descuidado. Perdió a su mujer y única hija cuando ambas
volaban de vacaciones a Nueva York. El avión colisionó en el océano a causa de
una fuerte tormenta dejándolo rumbo a ningún sitio. Muchas de las personas que
viajaban en ese avión nunca fueron encontradas, entre ellas su mujer y su hija
de 7 años. Desde entonces Anselmo García guarda con sumo egoísmo y orgullo en
su cartera una foto de “sus chicas favoritas” con un sentimiento de culpa
inexplicable. Él debía estar bajo el mar con ellas, pero un asunto de trabajo
le impidió realizar ese viaje.
El inspector
García se detiene un instante pensativo ante la media docena de personas que en
ese momento trabajan cada uno en sus asuntos. Se acerca al cuerpo de aquel
hombre sin vida, tumbado en el suelo, con la ropa manchada por la cantidad de
sangre que aún brota de su cabeza. Lo observa detenidamente. No tiene prisa. Nadie
le espera en casa preocupada por las horas que son, como antaño. García está de
pie, ante un presunto suicidio, pero necesita frescura, otra perspectiva. Desde
que perdió a su familia, Anselmo a perdido un poco de esa cordura que lo
caracterizaba. Se pone en cuclillas, estudiando el cadáver. Mira hacia arriba,
al cielo, y entonces decide tumbarse en el suelo, bocabajo, adoptando la misma
posición que el cadáver y cierra los ojos. El resto de agentes se percatan de
la escena pero Anselmo no se siente ridículo ante el murmullo que se escucha.
De repente, sin dejar de adoptar la posición, levanta la mirada al
frente y ve a lo lejos el gran reloj de la estación de trenes y entre medias,
algo desenfocado, un papel. A Anselmo se le antoja cuidadosamente colocado allí.
Rápidamente se incorpora, se sacude y recoge el papel doblado del suelo. Tiene
pequeños puntos de sangre difuminados.
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