"Hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama". José Ortega y Gasset

sábado, 24 de noviembre de 2012

La Última Guerra


CAPÍTULO I

La noche se presenta cerrada y oscura. Sin luna. Se puede apreciar fácilmente el vaho de la boca de esa persona que camina sola por la calle. Las farolas iluminan la ciudad con empeño. La mayor parte de la ciudad duerme después de un duro día de trabajo, aunque en los bloques de pisos se dejan ver desde el suelo el resplandor cambiante de algunas televisiones encendidas a través de las cortinas. La lluvia ha hecho acto de presencia durante unas tres horas y el suelo es conquistado por la intensidad del agua.


Un hombre, de complexión grande, rondando los dos metros de altura, camina por el paseo central del Vial Norte, dando los últimos pasos que le acercan a casa. Durante el camino se entretiene mirando las luces que asoman por encima de él y el escaso tráfico de coches que circula de manera intermitente a gran velocidad, conducidos probablemente por alguien bebido, piensa. A cada zancada adquiere un ritmo tranquilo, firme y seguro de sí mismo. Después de unos segundos, sin saber de dónde ha salido, aparece otro hombre caminando en dirección contraria. De cabello rubio, menudo. Da pasos nerviosos y apresurados. El varón de complexión considerada no se siente intimidado por éste y sigue su camino con naturalidad. La trayectoria de ambos se desarrolla a un paso de distancia en paralelo. Se acercan. El rubio estudia de arriba abajo al otro. Seguidamente y de manera instantánea intercambian miradas y se cruzan. Unos segundos más y el alto mira hacia atrás, buscando al menudo con incertidumbre, sin éxito, no está. Sorprendido, vuelve la mirada al frente y haciendo ademán de continuar la marcha se detiene. Mira a su alrededor confuso. -Esto no me gusta-, se dice. Y al instante, el hombre pequeño se abalanza sobre él con la agilidad y el sigilo de una pantera hambrienta. Durante el cruce de miradas el pequeño se percató de que aquel hombre grande y corpulento llevaba de manera disimulada bajo su chaqueta una pistola reglamentaria. El tiempo se ralentiza; cuando el saco de músculos quiere darse cuenta se ve encañonado por su propia pistola, que se dispara frente a su sien izquierda.

Una chica que se apresuraba por llegar a casa oye el disparo y siguiendo su instinto analítico se acerca rápidamente al lugar de donde proviene el disparo. No sabe porqué, pero sabe que tiene que prestar auxilio a alguien aún corriendo peligro. Cuando llega al lugar, la chica, atónita de lo que ven sus ojos, empieza a gritar, no con miedo ni con histeria,  sino con la preocupación de buscar ayuda y rápida.

Un coche patrulla del Cuerpo Nacional de Policía cercano al lugar también han oído el disparo. Rápidamente dan el aviso a la central reclamando refuerzos, pues no saben lo que se pueden encontrar. La sirena empieza a sonar y las luces azules dan vueltas en la calle. Cerca del lugar, los dos agentes de policía empiezan a ver gente asomada en sus balcones y otra poca que sale a la calle a curiosear. Unos asustados, otros curiosos, la gente quiere saber qué ha pasado.

Los dos agentes se bajan apresurados del coche, sacan sus reglamentarias y se acercan a la chica que observa sentada en la acera, nerviosa y pálida, el cuerpo de aquel hombre sobre un charco de líquido espeso color carmesí. Una ambulancia y otros dos coches de policía llegan. Se bajan tres sanitarios de la ambulancia. Mientras dos de ellos atienden a la chica, el otro comprueba las constantes del cuerpo que yace en el suelo. Mientras tanto, los sanitarios se marchan con la chica al hospital y, en ese momento, se ve a lo lejos un coche negro, gama alta, con un piloto azul a la derecha, en la puerta del conductor.

El conductor para el motor del coche dejando encendida sólo la luz del piloto azul. Algunas gotas de agua resbalan hacia abajo por el cristal. El conductor baja del vehículo decidido, pero sin prisa. Se acerca a uno de los agentes que permanece fuera del cordón policial.
-Vaya, inspector García, creía que estaba en Sevilla asistiendo a una conferencia sobre criminología.
-Así es. Llegué a las 1:00 y antes de irme a casa me pasé por comisaría para revisar unos informes. Oí el aviso por radio nada más montarme en el coche y aquí estoy.
-Muy bien, señor. La policía científica ya está trabajando. Están sacando fotos del cuerpo, recogiendo muestras de sangre… ya sabe, lo habitual.
-Bien. ¿Qué sabemos?
-Antonio Ruíz, 39 años. Recibimos el aviso a las 2:34. Mi compañero y yo éramos la patrulla más cercana al lugar de los hechos, de hecho nosotros lo oímos algo confusos. Es pronto para afirmarlo pero parece un suicidio. No hay signos de violencia, orificio de bala en la cabeza, entrada y salida. Se trata de un vigilante de seguridad. Además hay una testigo con la que todavía no hemos podido hablar. Ella fue quien lo encontró al oír el disparo y dio la noticia.
-De acuerdo, ¿Y la testigo?
-Siento no poder darle información. Cuando llegamos estaba sentada en el suelo, aturdida. Los servicios médicos se la han llevado para seguir de cerca su evolución. Ha tenido que sufrir un shock o algo parecido.
-Muy bien. Agente, quiero un informe completo sobre la mesa de mi despacho mañana por la mañana sobre lo que ha ocurrido aquí esta noche, ¿de acuerdo? Gracias por todo. Buen trabajo.
-A sus órdenes inspector.
-…Am, y agente… busque a esa chica. Vaya al hospital. Póngale dos escoltas durante las próximas 48 horas hasta que consigamos hablar con ella. Quiero que al levantarse lo primero que vea sea su cara. ¿Entendido?
-A sus órdenes inspector.

El inspector García, un tipo común con algunos años como inspector del Cuerpo Nacional de Policía y otros tantos a la espalda como policía de la escala básica, pasando por oficial y subinspector. Aprobó las oposiciones al Cuerpo con esfuerzo a la corta edad de 20 años. Honrado, valiente, algo severo si no tiene un buen día y familiar. Viste a la antigua, gabardina color crudo, larga, apenas deja asomar los tobillos, algo desaliñado, barba de tres días y el pelo acorde con el resto de su indumentaria, descuidado. Perdió a su mujer y única hija cuando ambas volaban de vacaciones a Nueva York. El avión colisionó en el océano a causa de una fuerte tormenta dejándolo rumbo a ningún sitio. Muchas de las personas que viajaban en ese avión nunca fueron encontradas, entre ellas su mujer y su hija de 7 años. Desde entonces Anselmo García guarda con sumo egoísmo y orgullo en su cartera una foto de “sus chicas favoritas” con un sentimiento de culpa inexplicable. Él debía estar bajo el mar con ellas, pero un asunto de trabajo le impidió realizar ese viaje.

El inspector García se detiene un instante pensativo ante la media docena de personas que en ese momento trabajan cada uno en sus asuntos. Se acerca al cuerpo de aquel hombre sin vida, tumbado en el suelo, con la ropa manchada por la cantidad de sangre que aún brota de su cabeza. Lo observa detenidamente. No tiene prisa. Nadie le espera en casa preocupada por las horas que son, como antaño. García está de pie, ante un presunto suicidio, pero necesita frescura, otra perspectiva. Desde que perdió a su familia, Anselmo a perdido un poco de esa cordura que lo caracterizaba. Se pone en cuclillas, estudiando el cadáver. Mira hacia arriba, al cielo, y entonces decide tumbarse en el suelo, bocabajo, adoptando la misma posición que el cadáver y cierra los ojos. El resto de agentes se percatan de la escena pero Anselmo no se siente ridículo ante el murmullo que se escucha. De repente, sin dejar de adoptar la posición, levanta la mirada al frente y ve a lo lejos el gran reloj de la estación de trenes y entre medias, algo desenfocado, un papel. A Anselmo se le antoja cuidadosamente colocado allí. Rápidamente se incorpora, se sacude y recoge el papel doblado del suelo. Tiene pequeños puntos de sangre difuminados.

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