CAPÍTULO III
Cuando Aníbal despierta después de dar una cabezada, el tren está
cerca de estacionar en Jerez de la Frontera. Con el rostro señalado, Aníbal se
siente ridículo por un momento; cree que alguien observa su despertar y se mofa
interiormente de aquella marca colorada en el lado derecho de su cara, fruto de
haber estado apoyado contra la ventanilla sobre una sudadera arrugada a modo de
almohada durante una media hora. En el vagón queda poca gente. La mayoría de
las personas bajaron en la estación de Sevilla-Santa Justa, recuerda. Se
apresura a sacar de un bolsillo interno de la chaqueta el tabaco de liar que
acostumbra a fumar desde hace dos años. Coloca un filtro entre sus labios y
abre el papel que llena de tabaco. Después de rodarlo entre sus dedos con bastante
habilidad, inserta el filtro en el cilindro de papel y humedece la franja de
pegamento de éste. Una vez lo ha pegado, saca la piedra del clíper y la utiliza
para prensar un poco el contenido del cigarro. Para entonces la voz que suena
por el megáfono anuncia la llegada a la próxima estación, donde Aníbal pretende
bajar. Carga con la maleta y el resto de bultos justo antes de que el tren
pare.
Siente un agradable frío que le recorre todo el cuerpo. Él sabe
perfectamente que al llegar a casa las gotas de sudor caerán por la frente a
pesar de aquel frío. Al fin y al cabo aquellos bultos no se iban a llevar
solos, piensa.
Al llegar a su piso comprueba el correo así como las cuentas de las
redes sociales, aunque sin mucho interés. No esperaba nada concreto. Aquel
proceso se ha convertido ya en una estúpida rutina que ejecutaba mecánicamente
al llegar a casa, al levantarse de la cama por la mañana y antes de acostarse
en la misma para dormir. Demasiada “paja” entre tanta información, fotos,
comentarios, eventos. Etcétera. Más de una vez ha pensado en eliminar todas
aquellas cuentas y desaparecer.
Una vez ha deshecho la maleta, colocado su contenido y el resto de
bártulos en su lugar, sube el volumen de los pequeños altavoces que están
conectados al portátil y pone algo de música para animarse a salir. Un ritual
previo al ejercicio físico que le sigue. -Todo en esta vida es motivación-, se repetía una y otra vez en su cabeza para lograr cualquier
objetivo que se propusiese. Correr por la calle era una manera de desconectar
de su vida, aunque otras veces era el momento perfecto de reflexión donde nada
ni nadie podían distraerle de pensamientos necesarios para tomar decisiones.
Pensar lo era todo. Era un mundo suyo, un mundo interno, apartado y construido
que nada tenía que ver con aquella realidad exterior. Era un lugar dedicado a
él e inevitablemente a ella. Siempre estaba ella. La chica que aún no había
conocido, la chica con la que soñaba a pesar de no tener rostro. Un romántico
empedernido que lejos estaba de alcanzar la etiqueta de Casanova que en
ocasiones deseaba poseer.
El teléfono móvil suena a la vez que vibra produciendo un repiqueteo
continuo sobre la madera en la que descansa. La luz de la pantalla se enciende
intermitentemente esperando el dedo que deslice la tecla verde. Aquél es el
novedoso mecanismo que diseñan las grandes empresas de telecomunicaciones para
descolgar el aparato. Ha pasado casi un mes y medio desde que llegó a Jerez,-
suficiente para realizar el viaje de vuelta a Córdoba para ver a la familia y
amigos durante el fin de semana-, piensa. Mientras Aníbal abre la puerta del
piso, el teléfono suena por segunda vez. Aníbal, al oírlo desde el umbral, se
dirige hasta él para atender la llamada dejándose la puerta entreabierta. En el
nombre de entrada se lee la palabra “Samuel”.
-Aníbal, ¿qué pasa que no coges el teléfono?-, la voz al otro lado del auricular para preocupada.
Impaciente.
-Estaba entrando por la puerta. Había salido a
correr. ¿Qué pasa tío? ¿Cómo lo llevas?-, dice Aníbal casi jadeando mientras esboza una sonrisa que pronto
borraría del rostro. Samuel era uno de esos amigos con el que se podía contar
para todo. Salir de fiesta, mantener charlas interesantes, compartir
sentimientos y gustos musicales. Muy parecidos estos últimos. Aquella amistad
se forjó en la facultad de Derecho a base de idas y venidas entre las clases de
Derecho Romano, Civil, Historia del Derecho, Constitucional. Etcétera. Por no
contar las numerosas salidas nocturnas bañadas en alcohol y un sinfín de anécdotas
y batallitas entre cubata y cubata. Aníbal aprendió mucho por su relación con
Samuel. Compañeros de discoteca, hermanos de confidencias. Samuel procedía de
un barrio algo conflictivo de Córdoba. El único lenguaje que conocía era
agresivo y basado en la violencia, a diferencia del pacifismo y temple que
siempre procesaba Aníbal. Ambos, cada uno desde su extremo, avanzaron en una
simbiosis casi perfecta, recibiendo el uno del otro y consiguieron alcanzar un
término medio.
-…-, se hace un silencio al otro lado del aparato.
-¿Qué pasa Samuel? Me estás asustando…-, replica Aníbal preocupado por lo que intuye le
contará su amigo en breves, manteniendo un estado de alerta. Transcurren apenas
quince segundos que se antojan eternos para el muchacho. Sólo alcanza a
escuchar una respiración agitada, ahogada por la aflicción previa a la llamada
que realiza Samuel.
-Samu, ¿estás ahí?-, vuelve a insistir, convencido de que esta vez obtendrá una
respuesta.
-…Ha muerto el padre de José…-, consigue mascullar Samuel en un intento de parecer
sereno y ocultar el sentimiento de dolor. Entonces una bofetada sacude a este
lado de la conversación. El joven hincha los carrillos de aire y seguidamente
lo suelta con rabia a través de sus labios apretados. Aníbal sólo consigue emitir
dos palabras, -Joder…joder…-, dejando escasos segundos entre ambas.
Ese día
Aníbal entró en la iglesia, repleta de gente desconocida para él; familiares,
amigos, conocidos y personas que simplemente querían presentar sus respetos
ante tales circunstancias. Se acomodó en un pequeño hueco vacío entre la
multitud. Sus piernas se clavaron en el suelo, un mármol blanco grisáceo, y se
cruzó de brazos. Simplemente se dedicaba a observar la escena, la arquitectura
del edificio, sus columnas y adornos, figuras santas que no reconocía,
vidrieras de distintos colores, además de flores y coronas de éstas colocadas a
lo largo y ancho de la estancia estrictamente para la ocasión. En dos hileras
separadas, unos quince o veinte bancos de una madera oscura barnizada a cada
lado de la estructura central, ocupados por otras ocho o nueve personas cada
uno de ellos. Todas ellas abrigadas como lo requería la meteorología del día.
La mayoría de ellas vestían ropas negras. Sin embargo, pudo apreciar como entre
otros tantos que permanecían de pie al final de la iglesia, vestían el uniforme
del Cuerpo Nacional de Policía. Probablemente amigos allegados del
protagonista, pensó.
Desde que
llegó, resonó durante unos treinta minutos unas palabras cargadas de tristeza
empujadas por el eco que las hacía reverberar para llegar a todos los oídos
dispuestos a escucharlas atentamente. De vez en cuando la voz desaparecía y
nacían otras tantas de todos los allí presentes, que parecían contestar a la
primera. Aquella voz grave y cansada que procedía del altar volvía a sonar
cuando los presentes terminaban de contestar. Este mismo proceso se repitió en
distintas ocasiones a lo largo de los treinta minutos. Contenían mensajes de
apoyo a los familiares que hoy lloraban la pérdida. Mensajes cargados de
sentimiento, compasión, tristeza y esperanza para que Dios en el cielo
recogiese el alma de aquel que yacía sólo en cuerpo y los observaba desde
arriba. Aníbal mantuvo un estado de mutismo todo el tiempo.
Sus pies
seguían clavados en el frío mármol y los acompañaba con un ligero vaivén, en
ocasiones, para desentumecer las extremidades. Aníbal ignoraba el semblante de
su rostro, así como también ignoraba el de aquel joven sentado en primera fila.
De un instante a otro, comenzó a sentir un delicado humedecer entre sus ojos.
Las luces artificiales centelleaban al dirigir la mirada directamente hacia su
dirección. Logró una vez más alcanzar con la mirada al joven que ocupaba la
primera fila, cuando el sacerdote les pidió ponerse en pie por segunda vez. De
nuevo se produjo el diálogo que parecía ensayado entre el sacerdote y el resto
de personas. Entre lágrimas y sollozos, la multitud tomó asiento a la voz de
“amén”. Y fue en ese momento, mientras todo el mundo se sentaba, arropado por
un centenar de personas, calculó, cuando el joven se le antojó solo. Aníbal en
su mente, vio como todos se difuminaban entre las paredes y acababan por
desaparecer del edificio; sólo quedaba aquel muchacho de la primera fila, que
lloraba sin vergüenza en la intimidad frente al féretro que guardaba el cuerpo
sin vida de su padre.
Junto a
aquel chiquillo de la primera fila se encontraba su madre, que se ahogaba en un
llanto desconsolado y silencioso. Demacrada, con grandes surcos oscurecidos
bajo los ojos y el rostro humedecido. Sólo era capaz de avanzar por el pasillo
central de la iglesia ayudada por otras dos señoras. Cuando las tres mujeres se
dirigían hacia el exterior, Aníbal ya estaba fuera, que contempló como se
abrían los grandes portones de madera maciza adornados con medias esferas de un
metal amarillento.
Acabada la
misa, todos salieron del interior de la iglesia y esperaron apenas unos minutos
para despedir por última vez el cuerpo de aquel hombre sin vida. Aníbal aún
lograba mantener la compostura ante las circunstancias, cuando vio salir a seis
hombres cargando el ataúd con los rostros bañados por lágrimas. Una vez que
atravesaron el umbral las lágrimas se confundían con la lluvia que caía del
cielo. Sólo él, aquel joven de la primera fila, conseguía mantener una expresión
seria, tensa, pero sin llanto. Una vez en el interior del coche funerario, los
familiares tocaban el féretro después de besar sus dedos y, en más de uno de
ellos, Aníbal consiguió leer en sus labios un triste “Adiós”.
Esperó
apenas unos segundos para buscar al joven, al hijo, amigo suyo, para fundirse
en un abrazo con él. Y con sus labios cerca de su oído, -Los siento… Lo siento de veras-, susurró Aníbal. La madre del joven, ayudada por
las otras dos señoras se encontraba junto al coche fúnebre ajena a cualquier
cosa que nadie quisiera transmitirle. Seguía llorando desconsolada. Un llanto
amargo que nada solucionaría, salvo erizar los vellos de Aníbal por todo el
cuerpo y estremecerlo hasta el punto de imaginarse cómo sería aquella misma
escena si esa mujer fuese su madre y aquel joven él. Rodeado por decenas de
personas, el hijo del fallecido atendía a cada una de ellas, escuchando un
sinfín de palabras de consuelo, que seguramente poco significaban para él en
ese momento. En ese instante el mentón de Aníbal empezó a tiritar, causando un
movimiento nervioso, incontrolable, que anunciaba, como en ocasiones
anteriores, un llanto involuntario fruto de la emoción y el sentimiento que
acongojaban su corazón. Se avergonzó por su llanto ante la ausencia del de
aquel joven que todavía recibía abrazos de la gente. El joven templaba su
rostro con gestos serios y se limitaba a dar manos, besos, “gracias” y abrazos.
Y de golpe
se vio obligado a ser un hombre y a recibir pésames bajo la lluvia de una
semana triste. Se hizo cargo de recibirlos, todos ellos, mientras el resto de
su familia únicamente lloraba con la mirada perdida hacia el interior del
coche. Sólo cuando hubo terminado la difícil función, se acercó, siendo hombre,
para consolar a su madre. Sostuvo su barbilla, la miró a los ojos y, sin
derramar una lágrima, acomodó la cabeza de su madre contra su pecho rodeándola
con los brazos mientras le alentaba con unas palabras al oído que Aníbal no
consiguió escuchar ni leer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario