"Hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama". José Ortega y Gasset

miércoles, 3 de abril de 2013

La Última Guerra


CAPÍTULO III

Cuando Aníbal despierta después de dar una cabezada, el tren está cerca de estacionar en Jerez de la Frontera. Con el rostro señalado, Aníbal se siente ridículo por un momento; cree que alguien observa su despertar y se mofa interiormente de aquella marca colorada en el lado derecho de su cara, fruto de haber estado apoyado contra la ventanilla sobre una sudadera arrugada a modo de almohada durante una media hora. En el vagón queda poca gente. La mayoría de las personas bajaron en la estación de Sevilla-Santa Justa, recuerda. Se apresura a sacar de un bolsillo interno de la chaqueta el tabaco de liar que acostumbra a fumar desde hace dos años. Coloca un filtro entre sus labios y abre el papel que llena de tabaco. Después de rodarlo entre sus dedos con bastante habilidad, inserta el filtro en el cilindro de papel y humedece la franja de pegamento de éste. Una vez lo ha pegado, saca la piedra del clíper y la utiliza para prensar un poco el contenido del cigarro. Para entonces la voz que suena por el megáfono anuncia la llegada a la próxima estación, donde Aníbal pretende bajar. Carga con la maleta y el resto de bultos justo antes de que el tren pare.

Siente un agradable frío que le recorre todo el cuerpo. Él sabe perfectamente que al llegar a casa las gotas de sudor caerán por la frente a pesar de aquel frío. Al fin y al cabo aquellos bultos no se iban a llevar solos, piensa.


Al llegar a su piso comprueba el correo así como las cuentas de las redes sociales, aunque sin mucho interés. No esperaba nada concreto. Aquel proceso se ha convertido ya en una estúpida rutina que ejecutaba mecánicamente al llegar a casa, al levantarse de la cama por la mañana y antes de acostarse en la misma para dormir. Demasiada “paja” entre tanta información, fotos, comentarios, eventos. Etcétera. Más de una vez ha pensado en eliminar todas aquellas cuentas y desaparecer.

Una vez ha deshecho la maleta, colocado su contenido y el resto de bártulos en su lugar, sube el volumen de los pequeños altavoces que están conectados al portátil y pone algo de música para animarse a salir. Un ritual previo al ejercicio físico que le sigue. -Todo en esta vida es motivación-, se repetía una y otra vez en su cabeza para lograr cualquier objetivo que se propusiese. Correr por la calle era una manera de desconectar de su vida, aunque otras veces era el momento perfecto de reflexión donde nada ni nadie podían distraerle de pensamientos necesarios para tomar decisiones. Pensar lo era todo. Era un mundo suyo, un mundo interno, apartado y construido que nada tenía que ver con aquella realidad exterior. Era un lugar dedicado a él e inevitablemente a ella. Siempre estaba ella. La chica que aún no había conocido, la chica con la que soñaba a pesar de no tener rostro. Un romántico empedernido que lejos estaba de alcanzar la etiqueta de Casanova que en ocasiones deseaba poseer.


El teléfono móvil suena a la vez que vibra produciendo un repiqueteo continuo sobre la madera en la que descansa. La luz de la pantalla se enciende intermitentemente esperando el dedo que deslice la tecla verde. Aquél es el novedoso mecanismo que diseñan las grandes empresas de telecomunicaciones para descolgar el aparato. Ha pasado casi un mes y medio desde que llegó a Jerez,- suficiente para realizar el viaje de vuelta a Córdoba para ver a la familia y amigos durante el fin de semana-, piensa. Mientras Aníbal abre la puerta del piso, el teléfono suena por segunda vez. Aníbal, al oírlo desde el umbral, se dirige hasta él para atender la llamada dejándose la puerta entreabierta. En el nombre de entrada se lee la palabra “Samuel”.
-Aníbal, ¿qué pasa que no coges el teléfono?-, la voz al otro lado del auricular para preocupada. Impaciente.
-Estaba entrando por la puerta. Había salido a correr. ¿Qué pasa tío? ¿Cómo lo llevas?-, dice Aníbal casi jadeando mientras esboza una sonrisa que pronto borraría del rostro. Samuel era uno de esos amigos con el que se podía contar para todo. Salir de fiesta, mantener charlas interesantes, compartir sentimientos y gustos musicales. Muy parecidos estos últimos. Aquella amistad se forjó en la facultad de Derecho a base de idas y venidas entre las clases de Derecho Romano, Civil, Historia del Derecho, Constitucional. Etcétera. Por no contar las numerosas salidas nocturnas bañadas en alcohol y un sinfín de anécdotas y batallitas entre cubata y cubata. Aníbal aprendió mucho por su relación con Samuel. Compañeros de discoteca, hermanos de confidencias. Samuel procedía de un barrio algo conflictivo de Córdoba. El único lenguaje que conocía era agresivo y basado en la violencia, a diferencia del pacifismo y temple que siempre procesaba Aníbal. Ambos, cada uno desde su extremo, avanzaron en una simbiosis casi perfecta, recibiendo el uno del otro y consiguieron alcanzar un término medio.
--, se hace un silencio al otro lado del aparato.
-¿Qué pasa Samuel? Me estás asustando…-, replica Aníbal preocupado por lo que intuye le contará su amigo en breves, manteniendo un estado de alerta. Transcurren apenas quince segundos que se antojan eternos para el muchacho. Sólo alcanza a escuchar una respiración agitada, ahogada por la aflicción previa a la llamada que realiza Samuel.
-Samu, ¿estás ahí?-, vuelve a insistir, convencido de que esta vez obtendrá una respuesta.
-…Ha muerto el padre de José…-, consigue mascullar Samuel en un intento de parecer sereno y ocultar el sentimiento de dolor. Entonces una bofetada sacude a este lado de la conversación. El joven hincha los carrillos de aire y seguidamente lo suelta con rabia a través de sus labios apretados. Aníbal sólo consigue emitir dos palabras, -Joder…joder…-, dejando escasos segundos entre ambas.


Ese día Aníbal entró en la iglesia, repleta de gente desconocida para él; familiares, amigos, conocidos y personas que simplemente querían presentar sus respetos ante tales circunstancias. Se acomodó en un pequeño hueco vacío entre la multitud. Sus piernas se clavaron en el suelo, un mármol blanco grisáceo, y se cruzó de brazos. Simplemente se dedicaba a observar la escena, la arquitectura del edificio, sus columnas y adornos, figuras santas que no reconocía, vidrieras de distintos colores, además de flores y coronas de éstas colocadas a lo largo y ancho de la estancia estrictamente para la ocasión. En dos hileras separadas, unos quince o veinte bancos de una madera oscura barnizada a cada lado de la estructura central, ocupados por otras ocho o nueve personas cada uno de ellos. Todas ellas abrigadas como lo requería la meteorología del día. La mayoría de ellas vestían ropas negras. Sin embargo, pudo apreciar como entre otros tantos que permanecían de pie al final de la iglesia, vestían el uniforme del Cuerpo Nacional de Policía. Probablemente amigos allegados del protagonista, pensó.

Desde que llegó, resonó durante unos treinta minutos unas palabras cargadas de tristeza empujadas por el eco que las hacía reverberar para llegar a todos los oídos dispuestos a escucharlas atentamente. De vez en cuando la voz desaparecía y nacían otras tantas de todos los allí presentes, que parecían contestar a la primera. Aquella voz grave y cansada que procedía del altar volvía a sonar cuando los presentes terminaban de contestar. Este mismo proceso se repitió en distintas ocasiones a lo largo de los treinta minutos. Contenían mensajes de apoyo a los familiares que hoy lloraban la pérdida. Mensajes cargados de sentimiento, compasión, tristeza y esperanza para que Dios en el cielo recogiese el alma de aquel que yacía sólo en cuerpo y los observaba desde arriba. Aníbal mantuvo un estado de mutismo todo el tiempo.

Sus pies seguían clavados en el frío mármol y los acompañaba con un ligero vaivén, en ocasiones, para desentumecer las extremidades. Aníbal ignoraba el semblante de su rostro, así como también ignoraba el de aquel joven sentado en primera fila. De un instante a otro, comenzó a sentir un delicado humedecer entre sus ojos. Las luces artificiales centelleaban al dirigir la mirada directamente hacia su dirección. Logró una vez más alcanzar con la mirada al joven que ocupaba la primera fila, cuando el sacerdote les pidió ponerse en pie por segunda vez. De nuevo se produjo el diálogo que parecía ensayado entre el sacerdote y el resto de personas. Entre lágrimas y sollozos, la multitud tomó asiento a la voz de “amén”. Y fue en ese momento, mientras todo el mundo se sentaba, arropado por un centenar de personas, calculó, cuando el joven se le antojó solo. Aníbal en su mente, vio como todos se difuminaban entre las paredes y acababan por desaparecer del edificio; sólo quedaba aquel muchacho de la primera fila, que lloraba sin vergüenza en la intimidad frente al féretro que guardaba el cuerpo sin vida de su padre.

Junto a aquel chiquillo de la primera fila se encontraba su madre, que se ahogaba en un llanto desconsolado y silencioso. Demacrada, con grandes surcos oscurecidos bajo los ojos y el rostro humedecido. Sólo era capaz de avanzar por el pasillo central de la iglesia ayudada por otras dos señoras. Cuando las tres mujeres se dirigían hacia el exterior, Aníbal ya estaba fuera, que contempló como se abrían los grandes portones de madera maciza adornados con medias esferas de un metal amarillento.

Acabada la misa, todos salieron del interior de la iglesia y esperaron apenas unos minutos para despedir por última vez el cuerpo de aquel hombre sin vida. Aníbal aún lograba mantener la compostura ante las circunstancias, cuando vio salir a seis hombres cargando el ataúd con los rostros bañados por lágrimas. Una vez que atravesaron el umbral las lágrimas se confundían con la lluvia que caía del cielo. Sólo él, aquel joven de la primera fila, conseguía mantener una expresión seria, tensa, pero sin llanto. Una vez en el interior del coche funerario, los familiares tocaban el féretro después de besar sus dedos y, en más de uno de ellos, Aníbal consiguió leer en sus labios un triste “Adiós”.

Esperó apenas unos segundos para buscar al joven, al hijo, amigo suyo, para fundirse en un abrazo con él. Y con sus labios cerca de su oído, -Los siento… Lo siento de veras-, susurró Aníbal. La madre del joven, ayudada por las otras dos señoras se encontraba junto al coche fúnebre ajena a cualquier cosa que nadie quisiera transmitirle. Seguía llorando desconsolada. Un llanto amargo que nada solucionaría, salvo erizar los vellos de Aníbal por todo el cuerpo y estremecerlo hasta el punto de imaginarse cómo sería aquella misma escena si esa mujer fuese su madre y aquel joven él. Rodeado por decenas de personas, el hijo del fallecido atendía a cada una de ellas, escuchando un sinfín de palabras de consuelo, que seguramente poco significaban para él en ese momento. En ese instante el mentón de Aníbal empezó a tiritar, causando un movimiento nervioso, incontrolable, que anunciaba, como en ocasiones anteriores, un llanto involuntario fruto de la emoción y el sentimiento que acongojaban su corazón. Se avergonzó por su llanto ante la ausencia del de aquel joven que todavía recibía abrazos de la gente. El joven templaba su rostro con gestos serios y se limitaba a dar manos, besos, “gracias” y abrazos.

Y de golpe se vio obligado a ser un hombre y a recibir pésames bajo la lluvia de una semana triste. Se hizo cargo de recibirlos, todos ellos, mientras el resto de su familia únicamente lloraba con la mirada perdida hacia el interior del coche. Sólo cuando hubo terminado la difícil función, se acercó, siendo hombre, para consolar a su madre. Sostuvo su barbilla, la miró a los ojos y, sin derramar una lágrima, acomodó la cabeza de su madre contra su pecho rodeándola con los brazos mientras le alentaba con unas palabras al oído que Aníbal no consiguió escuchar ni leer.

Sin duda, Aníbal recordaría aquel muchacho toda su vida describiéndolo solamente con dos palabras. Entereza… fuerza y entereza.

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